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La Ilustración Liberal

Mito y realidad del general Prim

–Sigue, Pepe, que tu historia es tan bonita, que casi no parece mentirosa. (Benito Pérez Galdós, Prim).

La manipulación del personaje histórico, en este caso Juan Prim y Prats (1814-1870), resulta más indignante para un historiador profesional que el debate sobre su autopsia. Los libros, conferencias y artículos que utilizan al general Prim para justificar una política, o un sentimiento actual, o hacer caja, son legítimos, pero se alejan de la labor de un historiador. No hay santos laicos. Los claroscuros, los vaivenes políticos, las debilidades personales, las maldades, las incongruencias, y los errores son propios del ser humano; y los grandes hombres no iban a ser menos ni más. La biografía de cualquier personaje histórico precisa no solo conocer los detalles de su vida, sino del entorno político, social y cultural de su tiempo. De cualquier otro modo, el análisis y la descripción de sus acciones y pensamientos son baldíos, y, por tanto, no se tendrá conciencia de su verdadera relevancia.

El mito de Prim se construye tras el desastre del 98. Partió de las filas antiborbónicas, y se alimentó del desconocimiento. Su nombre ya fue utilizado por los progresistas durante el reinado de Isabel II, y lo volvió a ser por los republicanos en las postrimerías de Alfonso XIII para recordar la expulsión de los Borbones.

Hay quien escribe que Prim no fue un militar de cuarteladas, ignorando que se pronunció ocho veces entre agosto de 1864 y septiembre de 1868; es decir, más que ningún otro militar del XIX español. Otro escribe que se pronunciaba porque no había otra forma de hacer política, como si los progresistas no hubieran participado del gobierno de la nación y del municipal desde 1834 sin necesidad de recurrir cada jueves a una revolución. Es más; la reina les ofreció el poder en 1863 y 1864, pero lo rechazaron con el eslogan de O todo o nada.

La mayoría de los que escriben sobre el personaje lo envuelve en la bandera del patriotismo español y toman la guerra de África (1859-1860) como ejemplo, citando intencionadamente que era catalán. Era patriota, sin duda, pero si esta categoría se ganaba por declaraciones grandilocuentes, empuñar la espada y querer un país mejor, no eran menos patriotas miles y miles de españoles de la época, tanto liberales como absolutistas. ¿O es que eran menos patriotas O’Donnell, Espartero, Cánovas, Ríos Rosas, e incluso Isabel II? Quizá utilicen el concepto de patriota sin especificar a qué se refieren.

También se dice a la ligera que era un luchador por la democracia y el constitucionalismo. Pero Prim aplicó el durísimo Código Negro en Puerto Rico contra los esclavos pisoteando los derechos humanos. Conspiró contra la vida de Narváez y derrocó a Isabel II, a pesar del buen trato recibido por ambos. No se decantó por el progresismo hasta que vio que era la única vía de acceder al poder, y parte de la jerarquía del partido desconfió de él hasta 1868. No tenía un ideario definido, salvo cuatro eslóganes, y aceptó la democracia sin más para reunir aliados para la revolución, sin pensar en su fundamento, requerimientos y consecuencias, tal y como denunció uno de sus allegados, Carlos Rubio. Prim se ganó muchos enemigos y pocos afectos; no hay más que ver la prensa en su último año de vida. Esto sucedió en parte por su forma de buscar rey, de la que luego hablaré, más fundada en su demostrada ambición que en su patriotismo.

En la utilización de Prim también están los que pergeñan la Historia al gusto de su aspiración catalanista, y no citan su impopularidad en Reus, donde sacaron pasquines contra él en 1844, y que en Barcelona le tuvieron por traidor hasta la década de 1850. Es más; en la ciudad condal no aguantó las críticas más de un día cuando llegó en septiembre del 68. Y finalmente están los amantes de la historia-ficción; esos que comienzan las frases diciendo "Si hubiera…" y aseguran que la monarquía democrática de Amadeo de Saboya se habría asentado si Prim hubiera vivido. Pero el historiador no juega a los dados, estudia los hechos de un personaje complejo, poliédrico, en un entorno nacional e internacional complicado.

El gran Prim fue el que hizo la guerra a los carlistas durante seis años, dirigió a su ejército a la victoria en África y no se dejó engañar en México, reprimió la insurrección republicana en 1869, lideró y contuvo a los radicales durante la Interinidad de 1870, y presidió el gobierno esos dos años, aunque con errores.

Otro militar conflictivo del XIX

Juan Prim y Prats nació en Reus el 6 de diciembre del año en que Fernando VII restauraba el absolutismo. Lo hizo en el seno de una familia liberal; no en vano, Pablo Prim, su padre, un notario de dicha localidad tarraconense, había tomado las armas contra el francés en 1808 y a favor del constitucionalismo. La polarización de la vida política en Reus entre liberales y absolutistas, tan similar a la del resto de España, marcó su comportamiento. Su padre sufrió la marginación de los sectores absolutistas, y su madre, Teresa Prats, hija de tenderos, vio reducido su negocio. Debió sufrir una infancia llena de privaciones que le llenó de espíritu de lucha.

No fue buen estudiante, lo que le impidió tomar el testigo a su padre en la notaría, y no le permitió tener un buen dominio del castellano. Las notas autógrafas que se conservan en los archivos están salpicadas de faltas de ortografía. Creció en catalán, idioma que utilizó toda la vida en la intimidad, y los familiares íntimos le llamaban Joanet, diminutivo catalán de su nombre de pila. Pero eran otros tiempos, y la lengua no determinaba la nacionalidad catalana enfrentada a la española. De hecho, en 1858, decía en el Senado:

Mis abuelos fueron todos españoles; en las armas, en la Iglesia, en el foro se distinguieron por su patriotismo. Puedo, por lo tanto, decir que me tengo por español de pura raza, no sólo porque nací en España, no sólo porque mis ascendientes fueron españoles, sino por la educación española que he recibido y por el amor instintivo que tengo a este país.

En octubre de 1833 se alistó en los Voluntarios de Isabel II para luchar contra los carlistas, pero fue expulsado por insubordinación. Protestó por la tolerancia de algunos oficiales hacia los enemigos de la reina. Junto a su padre se enroló en los Tiradores de Isabel II en febrero de 1834. El bautismo de fuego se produjo en agosto de ese año contra la partida de Triaxet, y así comenzó su ascenso militar. Durante casi siete años, intervino en treinta y cinco acciones bélicas, con cuatro combates cuerpo a cuerpo, recibió ocho heridas, terminó como coronel, y se convirtió en uno de los líderes populares del Ejército en Cataluña.

Prim no intervino en la revolución de septiembre de 1840 que acabó con la regencia de María Cristina, pero estuvo en la lista electoral progresista por Tarragona partidaria de Espartero en febrero de 1841. Los republicanos de Abdón Terradas le ofrecieron un lugar en su lista por Barcelona, cosa que rechazó. Salió elegido diputado con 2.016 votos, y se mostró como monárquico sin fanatismo, y contrario al clericalismo. En el Congreso defendió los intereses económicos de los industriales catalanes, confesando al tiempo el trato de favor que éstos recibían de todos los gobiernos. Rechazó los sobornos para votar a Espartero como regente, que menudearon, y encargó, como todos, la elaboración de una campaña de prensa elogiando su labor parlamentaria.

Inició entonces la oposición al regente Espartero, que invadió las instituciones con sus acólitos. Empezó quejándose del ardor con que Van Halen, el capitán general de Cataluña, perseguía a los liberales díscolos, mientras dejaba a los carlistas campar a sus anchas. La ruptura se produce cuando Espartero ordena el bombardeo de Barcelona, levantada en armas contra el gobierno pidiendo un cambio de política. Involucrado en la insurrección, Prim tuvo que refugiarse en Francia, donde se entrevistó con los moderados. El plan era un pronunciamiento cívico-militar en España para la proclamación de la mayoría de edad de Isabel II, y acabar así con la regencia de Espartero, al que ya muchos llamaban "dictador".

Prim y Narváez, que iba erigiéndose en líder del moderantismo, no llegaron a un acuerdo. Volvió a Reus, donde aún le quedaban algunos amigos, que le presentaron a las elecciones de febrero de 1843 y salió elegido. En el Congreso hizo un duro discurso contra Espartero, el 19 de mayo, sumándose a Salustiano de Olózaga y Joaquín María López, que habían unido a los desperdigados progresistas contra el Regente. Los días de Espartero estaban contados; máxime si todos los liberales, incluidos los moderados, se unían contra él.

Al día siguiente, el 20 de mayo, Espartero ordenó el cierre de las Cortes. Los diputados de oposición corrieron a sus circunscripciones para levantar a la población. Sin embargo, Reus era mayoritariamente favorable al Regente, y sus gritos a favor de la mayoría de edad de Isabel II no encontraron eco. Reunió a un reducido grupo de seguidores y se hicieron fuertes hasta que llegaron las tropas gubernamentales de Zurbano. Prim y los suyos huyeron a Barcelona, poniéndose a las órdenes de la junta antiesparterista. Ocupó las alturas del Bruc para resistir el avance de Zurbano.

El movimiento no dependió solo de Prim. Narváez había conseguido movilizar a gran parte del ejército, y los partidos progresista y moderado al elemento civil. Espartero tuvo que huir a uña de caballo, y refugiarse en Inglaterra. Zurbano, que asediaba Barcelona, dejó el cercó. Prim fue recompensado con los títulos de conde de Reus y vizconde del Bruc, y se le concedió el gobierno militar de Madrid. Pero cuando el nuevo gobierno no convocó la Junta Central que el movimiento antiespartista reclamaba, se le encomendó la comandancia general de Barcelona. El recibimiento que obtuvo en la ciudad le llenó de tristeza. Le abuchearon y le llamaron traidor porque llegaba al lugar a reprimir el llamado centralismo; es decir, el deseo de las provincias de reunir una Junta Central que marcara los pilares de un nuevo régimen. Así lo hizo Prim, y se arrepintió toda su vida. De hecho, años después confesó que cuando le llamaron traidor "tenían razón para ello y mucho más".

La caída del gobierno Olózaga en noviembre de 1843, víctima de una intriga palaciega, dejó a los progresistas en mal lugar; entre ellos a Prim. Sin embargo, decidió continuar en política, y junto a Milans del Bosch, su amigo, se presentó en la candidatura moderada-conservadora en las elecciones a Cortes celebradas excepcionalmente en diciembre en Barcelona. Resultó elegido, pero la suspensión decretada por el Gobierno le impidió presentar su acta.

Prim decidió instalarse en Madrid. Fue recibido con recelo, por lo que el 19 de enero de 1844 fue nombrado gobernador militar de Ceuta para alejarle de la capital. Rehusó por motivos de salud. A partir de ahí se dedicó a invertir en fincas desamortizadas, y a conspirar contra los moderados. En mayo fue nombrado Narváez presidente del Gobierno. Se presentó con el propósito de convocar Cortes en octubre y cambiar la Constitución de 1837 para fortalecer el poder del Trono.

Un grupo de militares progresistas organizaron entonces la Conspiración de los Trabucos para asesinar a Narváez. El plan era asaltar al general en plena calle y matarle a trabucazos. Las armas se escondieron en un pozo. El atentado estaba pensado para el 24 de octubre, día que volvía Prim de su estancia en París. Esa jornada los conspiradores fueron detenidos. Joaquín Alberni, uno de los principales encausados, señaló a Prim como máximo responsable del plan. El 27 de octubre detuvieron al general en su casa, y se le encerró en el cuartel del regimiento de San Fernando, y a los dos días al cuartel de los Guardias de Corps. Varias personas atestiguaron que los trabucos encontrados en el pozo eran propiedad de Prim, que al principio se negó a identificarlos, pero luego afirmó que le habían desaparecido antes de irse a Francia. El fiscal pidió ante el Consejo de Guerra de Oficiales Generales la pena de muerte, lo que era excesivo dada la endeblez de las pruebas. La vista pública se celebró el 4 de noviembre. Asistieron militares, diputados y abogados hasta llenar la sala. El mariscal de campo Ricardo Schelly le defendió diciendo que las pruebas eran inconsistentes. Sin embargo, Juan Fábregas, criado de Prim, confirmó que había entregado los trabajos a los oficiales conspiradores. No obstante, el criado exagero sospechosamente diciendo que Prim le había dicho que cortaría las cabezas de María Cristina y de Narváez para exponerlas en las plazuelas de Madrid.

El general Prim pidió declarar. Lo hizo vestido de gala, con la banda de la gran cruz de San Fernando. Habló de sus servicios y sacrificio, y desmontó a los testigos y acusadores. A pesar de esto, el Consejo le condenó a seis años de prisión en las islas Marianas por encontrarle culpable de conspiración, pero no de inductor al asesinato. Sin embargo, Isabel II le concedió el indulto a instancia de Teresa Prats, y Narváez dio su aquiescencia inmediata. Prim le correspondió con una carta personal muy afectuosa, y otra a su madre, fechada el 25 de enero de 1845 en Cádiz:

Ya respiro, mamá mía. ¡Oh, qué placer se siente al salir de entre paredes! Mucho, mucho. Por el correo de mañana me dirán probablemente a dónde deberé ir. El general Narváez ha estado fino, noble y generoso. No le seré ingrato. Usted lo ha hecho todo, mamá querida

Marchó a Écija, y de ahí a Cádiz. Mantenía entonces Prim una tórrida relación con María Milans. A juicio de Valentín Cañedo, entonces gobernador gaditano, el general había "escandalizado no poco al pueblo con sus inmorales relaciones con María Milans, en cuya compañía se ostentaba con la mayor desvergüenza". Cañedo consultó a Narváez si debía permitir las visitas de María, a lo que el jefe del gobierno contesto que sí, y que si querían ir juntos a Filipinas, que los dejara marchar. Los informes que le llegaban a Narváez sobre la conducta de Prim no eran tranquilizadores. Le presentaban a un hombre ambicioso e inquieto, que deseaba llegar al poder casi a cualquier precio. En uno de esos informes, escrito el 31 de enero de 1845, se lee:

Era un calavera (esto lo sabemos todos) que no respiraba más que ideas de venganza, y que en su concepto en cualquier parte que se armase zaragata, allí se encontraría; que no había tal patriotismo, y si una especie de frenesí, para de cualquier modo, llegar a ser el primero en esta desventurada nación

Era preciso retirarlo de primera línea, así que entre 1847 y 1848 ocupó la capitanía general de Puerto Rico, donde se granjeó fama de déspota y racista. Tuvo encontronazos con varias autoridades de la isla, y promulgó el Código Negro, que era cruel con los esclavos. Dio rienda suelta a su faceta mujeriega y propuso al general Narváez, en una carta fechada en San Juan de Puerto Rico, el 18 de enero de 1848, el volver a izar la bandera española en Santo Domingo. Había que utilizar, decía, a los descendientes de españoles, cansados de las sacudidas revolucionarias y de los ataques haitianos. Una vez producido el levantamiento, Prim se comprometía a desembarcar 1.500 hombres. En un margen de la carta, Narváez anotó: "Se tomará en consideración".

Sin ocupación en la Península, Prim resultaba un elemento conflictivo. El gobierno le envió en 1853 como observador a la contienda entre el Imperio otomano y la Rusia zarista. Con una remuneración excelente, marchó a Ucrania a seguir las evoluciones de los ejércitos que se enfrentaron al año siguiente por la península de Crimea. El resultado fue la publicación de la Memoria sobre el viaje militar a Oriente (1855). La estancia en Turquía le alejó de la revolución de 1854. Al enterarse, adelantó su regreso, pero al conocer que Espartero, su viejo enemigo, era el dueño de la situación, se quedó en Paris. Allí publicó un largo manifiesto felicitándose por haber "reconquistado la libertad". Junto a esto iba un programa político: libertad de prensa, ampliación del sufragio, ejército profesional con servicio militar voluntario, separación de la Iglesia y el Estado, descentralización, desamortización, supresión de impuestos, la construcción de una red ferroviaria, y el impulso de la instrucción pública. Fue elegido diputado, y nombrado luego capitán general de Granada.

En enero de 1856 fue elevado a teniente general, por lo que el gobierno de Espartero mostraba un talante conciliador con él. Sin embargo, dio la espalda a los progresistas que en julio de 1856 se opusieron al cambio de gobierno dictado por la reina, que sustituía a Espartero por O’Donnell, y reprimió a los barceloneses levantados contra el nuevo gobierno. Según dijo entonces, apoyaba a un Ejecutivo de "autoridad, de fuerza y justicia".

Los vaivenes políticos de Prim no acabaron ahí. Las desavenencias con O’Donnell, que nunca se fió de él, surgieron enseguida. En enero de 1857 fue denunciado por injurias, ya que en una carta publicada en La Iberia calificaba a Zapatero, capitán general de Cataluña, de "caprichoso, insolente y brutal" por ordenar prisión a los amigos electorales de Prim. Pero el gobierno había recogido toda la tirada del ejemplar de La Iberia, por lo tanto quedaba como un delito de opinión, y juzgarlo quedaba fuera de un tribunal castrense. Finalmente le impusieron una pena de arresto de seis meses en el castillo de Alicante. Marchó con su mujer, la mexicana Francisco Agüero, con la que contrajo matrimonio en mayo de 1856.

Prim, el africano

Las incursiones de los marroquíes en Ceuta y Melilla fueron muy frecuentes desde 1848, cuando el general Serrano tomó las deshabitadas islas Chafarinas. Los ataques de las cabilas eran permitidos por el sultán Mohamed IV, el emperador de Marruecos, que confiaba en la debilidad del Estado español por sus continuas revoluciones, y en la nueva alianza con Gran Bretaña. En agosto de 1859, los rifeños atacaron el muro exterior de Ceuta. El gobierno de O’Donnell pidió una reparación al Imperio marroquí y una pena para los atacantes, lo que nunca ocurrió. El Ejecutivo español pensó en una operación de castigo. Consultó a Gran Bretaña y Francia, asentada en Argelia, y se acordó que la invasión sería reparadora, pero nunca conquistadora. La opinión pública, especialmente los progresistas y demócratas, llamó a la guerra contra el moro, y una ola de patriotismo recorrió el país. El 20 de octubre de 1858, el gobierno O’Donnell presentó en el Congreso de los Diputados la declaración de guerra, que fue aprobada sin dificultad. Solamente se opusieron los carlistas, mientras que los moderados de González Bravo prefirieron guardar silencio.

Las dificultades eran grandes por lo exiguo del presupuesto, el mal armamento, el corto adiestramiento y el deficiente transporte. A esto se unieron las pésimas condiciones higiénico-sanitarias de los campamentos; un error que perduró un siglo. La epidemia de cólera diezmó las filas españolas incluso en suelo peninsular; de hecho, el 65% de las bajas fueron por dicha enfermedad, algo similar a lo que ocurrió en la guerra de Cuba de 1898.

La guerra de África fue una empresa nacional que inflamó las plumas patrióticas y generó una oleada de españolismo por todo el país. Las tres provincias vascas reclutaron cuatro tercios, que llegaron a costas africanas en diciembre de 1858, y en Cataluña se formó un cuerpo de Voluntarios, a cuyo frente se puso al general Prim. O’Donnell no quería a su lado al militar reusense por la sencilla razón de que no se fiaba de un hombre tan ambicioso y de su hambre de protagonismo.

A finales de 1859 Prim consiguió que le confiriesen el mando de uno de los cuerpos del ejército en África, pero O’Donnell le envió a la retaguardia. El 29 de noviembre, Prim desembarcó con sus tropas, y al día siguiente tomó posiciones para la defensa de la fortificación del Serrallo sin participar directamente en los combates. O’Donnell decidió iniciar el avance hacía Teután, por lo que ordenó a Prim que se situase con la división de reserva a la vanguardia, con la misión de ensanchar el camino, lo que era más una misión de desgaste más que de lucimiento. Prim se empeñó a fondo en la construcción y repelió los ataques de los rifeños.

El 1 de enero de 1860 el ejército español inició el avance para ocupar Tetuán. La división de Prim abría la marcha con la orden de ocupar posiciones que dominasen el valle de los Castillejos para proteger el avance de los otros cuerpos. Tras varias escaramuzas infructuosas, Prim tomó la bandera de uno de los batallones de refresco que habían ido en su ayuda, y arengó a la tropa:

Ha llegado la hora de morir por la honra de la patria y honor no tiene quien morir no quiere. Vosotros podéis abandonar esas mochilas, porque son vuestras, pero no podéis abandonar esta bandera.

Espoleó el caballo y con la espada desnuda se metió entre los enemigos. Todos le siguieron y recuperaron las posiciones perdidas. Las tentativas marroquíes de retomar el terreno fracasaron. El valle quedaba dominado. Las bajas fueron enormes; "no podía pasar mi caballo sin que pisara infinitos cadáveres", escribió. Murieron más de 300 españoles. Al llegar O’Donnell a la zona, Prim le soltó: “Aquí mando yo, este no es el punto de Usted”.

La campaña fue muy dura. El cólera hacia estragos. Los soldados estaban subalimentados, apenas con galletas y marisco que recogían del mar. El 14 de enero, el regimiento de Prim tuvo que luchar en Cabo Negro para facilitar el desembarco de tropas y víveres. Estuvo en la retaguardia en los ataques de desgaste de finales de enero en los alrededores de Tetuán, donde los marroquíes habían acampado para defender la ciudad.

El 3 de febrero de 1860 recibió la noticia del desembarco de los voluntarios catalanes. A uña de caballo salió al encuentro y los arengó en catalán exaltando las glorias catalanas del pasado y vinculándolas con las presentes de España. El periódico progresista La Iberia, uno de los que más habían incitado al conflicto, tenía como corresponsal en la zona a Gaspar Núñez de Arce, que dedicó sus crónicas a exaltar al general Prim. Esto no dejaba de ser una maniobra oportunista con intención política.

La toma de Tetuán se inició el 4 de febrero. Prim marchaba en vanguardia con parte de la división y los voluntarios catalanes. Tras varios enfrentamientos, la ciudad se entregó el día 6. Al encontrarse las puertas de la alcazaba cerradas, Prim ordenó a los catalanes que la escalaran utilizando un castell humano, el típico de las fiestas, por lo que fueron ellos los que primero alzaron el pabellón español en Tetuán.

En España se tomó al general Prim como el gran héroe de la guerra de África, no porque no lo fuera, ya que protagonizó acciones bélicas decisivas, como la de Castillejos –de donde recibió el marquesado-, sino también porque la campaña de propaganda fue tremenda. Los progresistas Víctor Balaguer, Pascual Madoz y Pedro Mata organizaron festejos y suscripciones a favor de Prim. Las escaramuzas continuaron, aunque la guerra ya estaba ganada. La prensa pedía la toma de Tánger y luego de Rabat. Rotas las negociaciones, el 23 de marzo se reemprendieron los avances hacia Tánger, librándose con éxito la batalla de Wad-Ras. En esa situación, el sultán de Marruecos cedió, y el 26 se firmó el primer acuerdo de paz con condiciones ventajosas para España.

Volvió a España a principios de mayo de 1860. Desembarcó en Alicante con los voluntarios catalanes, que fueron agasajados. Prim decidió no ir a Barcelona, a donde se dirigían sus soldados, e ir a Madrid a cobrar el rédito popular y político de sus victorias. El 11 de mayo el ejército de África entró en Madrid en medio del paroxismo de todos. Prim se convirtió en el centro de atención durante semanas, que le granjeó fama de hombre poderoso. A él acudieron muchas personas pidiéndole una recomendación. Escribía a su madre:

Son tantos y tantos y tantos los que acuden a mí, que solo para satisfacer a un décimo, necesitaría disponer de todos los empleos que puedan dar los ministerios juntos.

México

Prim pidió licencia para viajar a París y estudiar las estrategias del ejército francés. Allí cayó en gracia a Napoleón III, que se hizo acompañar por él en banquetes y teatros. Esa notoriedad hizo que en España se debatiera la faceta política de Prim, que era formalmente progresista, pero que actuaba junto a la Unión Liberal. La popularidad hizo que algunos quisieran ficharle como líder del partido progresista, y le organizaron un regreso a España, en septiembre de 1860, recorriendo la costa levantina. La idea era mejorar su imagen allí donde estaba deteriorada por la represión de 1843; especialmente en Reus, Figueras y Mataró.

La irrupción de Prim en el Partido Progresista iba a frenar su modernización. Desde el abandono de Espartero den 1856, el progresismo fue reclutando una élite civil muy interesante, entre ellos Sagasta, Fernández de los Ríos, Figuerola, Calvo Asensio o Ruiz Zorrilla, liderados por Salustiano de Olózaga. Por fin, un partido político tenía un liderazgo civil. La irrupción de Prim satisfizo a los impacientes, a aquellos que estaban dispuestos a llegar al poder por cualquier vía, ya que los pronunciamientos y revoluciones eran instrumentos que siempre habían puesto en marcha militares. No le vino al progresismo civil la nueva aventura expedicionaria de Prim.

En noviembre de 1861, Prim fue nombrado ministro plenipotenciario y comandante en jefe de la expedición española a México. Se trataba de velar por el cumplimiento del acuerdo con Francia y Gran Bretaña. De nuevo O’Donnell se lo quitaba de encima en plena efervescencia política de Prim y, al tiempo, impedía el lucimiento de su rival en la Unión Liberal, el general Serrano, capitán general de Cuba. A Napoleón III le gustó el nombramiento; más por los intereses mexicanos de su mujer, Francisco Agüero.

Los revolucionarios mexicanos de Juárez habían avanzado mucho en 1860, dominando Guadalajara y Puebla, y en enero de 1861 entraban en Ciudad de México. Además de la actitud antiespañola de Juárez, justificada por la ayuda de O’Donnell al gobierno de Zuloaga, el Congreso mexicano decidió en julio de 1861 suspender por dos años el pago de obligaciones de la deuda extranjera. Esto llevó a Gran Bretaña, Francia y España a planear una intervención militar. Alejandro Mon, embajador español en París, advirtió a su gobierno de que la intención francesa y británica era apoderarse de las aduanas de Veracruz y Tampico, a fin de asegurarse el cobro de los créditos. Esto provocó que O’Donnell informara a las dos potencias de que España intervendría militarmente en México. De esta manera, en octubre de 1861, los tres países acordaron una operación conjunta limitada a reclamar las deudas pendientes y asegurar las personas y bienes de sus súbditos. Existió el compromiso de no ir más allá, también para no inquietar a Estados Unidos, a quienes también se ofreció participar en la operación.

Prim salió de Cádiz el 23 de noviembre. Antes de partir le habían confesado el deseo de Isabel II de establecer en México una monarquía con un Borbón español. Al cabo de un mes desembarcó en La Habana. Los habaneros le recibieron creyendo que era una prueba de la recuperación internacional de España. No obstante, Prim tuvo el primer contratiempo: Serrano no le había perdonado el nombramiento como jefe de la expedición, y se había adelantado a su llegada enviando ya a México a la mayoría de los efectivos de la operación. Las relaciones entre ambos fueron tensas a partir de entonces.

El 8 de enero de 1862 llegó a Veracruz, cuando ya habían arribado los aliados. La superioridad del contingente español y el vínculo con México, convirtieron a Prim en el jefe de la expedición internacional. La disparidad de intenciones en los aliados tranquilizó al gobierno mexicano, que aceptó negociar en Orizaba un convenio. Prim quedó satisfecho, pero pidió a Serrano que enviara desde Cuba más hombres y provisiones. Lo peor era el gran número de soldados que morían por el vómito negro. Muchos fueron reembarcados, entre ellos los generales Rubalcaba y Gasset. La misma suerte estaban corriendo los contingentes francés y británico.

El gobierno de Juárez sabía, en consecuencia, que el tiempo corría a su favor; máxime si cada vez era más evidente que Francia quería actuar por su cuenta para derribar la República y establecer una monarquía. El gobierno español indicó a Prim que la idea francesa le parecía descabellada porque no tendría el favor de la población, y sí la enemistad de Estados Unidos y el resto de repúblicas americanas. Los planes de guerra circularon. Serrano desde Cuba animaba a la acción. Pero Prim prefirió el acuerdo, y así ocurrió: se reunió con el ministro de Asuntos Exteriores mexicano el 19 de febrero de 1862 y firmó un acuerdo ventajoso, que satisfacía el Tratado de Londres que había dado pie a la expedición.

Gran Bretaña quedó satisfecha del pacto, pero no Francia, que dejó claro su deseo de intervenir en la política mexicana, y que su objetivo era implantar una monarquía con Maximiliano de Austria. Prim conocía que el proyecto era imposible, y que derramaría mucha sangre inútilmente. Avisó a sus allegados que abandonaría México. El problema era que con ello se saltaba las órdenes del gobierno español y el deseo de Isabel II. Además, la decisión no gustaría a Napoleón III. En la segunda quincena de abril, el contingente español abandonó tierras mexicanas.

La enemistad entre Serrano y Prim se fraguó entonces. El primero se sintió ninguneado y ridiculizado por el reusense, quien sufrió los obstáculos del entonces capitán general de Cuba y la campaña en contra que le montó. Serrano envió a Madrid a Cipriano del Mazo para denunciar la decisión de Prim, y éste a dos hombres de su confianza para que entregaran a la reina los documentos que avalaban su maniobra. O’Donnell y la prensa de todos los partidos, incluida la progresista, dieron la razón a Serrano. Pero Isabel II quedó convencida por Prim, por lo que O’Donnell tuvo que declarar el Congreso el 19 de mayo de 1862 que aprobaba la conducta del marqués de los Castillejos.

Un pronunciamiento tras otro

Aquel espaldarazo de la reina hizo pensar a Prim que tenía la puerta abierta para llegar al poder. Sin embargo, al general le faltaba un partido que le respaldara, y se acercó al progresista. Supo entonces ganarse a los más radicales, que no dudaban de aceptar los medios violentos para llegar al poder, algo que no convencía al progresismo civil de Olózaga. Le benefició que los progresistas que no deseaban un militar en su dirección se decidieron por el retraimiento electoral en protesta por el manejo del ministerio de la Gobernación. Con esto, el progresismo civil se privaba de su única fuerza, el dominio del Parlamento, y dirigían las esperanzas hacia la vía alternativa: el pronunciamiento o la revolución. Prim comprendió perfectamente esta situación.

En 1863 se puso al frente de los progresistas descontentos, pero sin mostrar una hostilidad abierta con el Trono. La estrategia fue oponerse al retraimiento, pero entrevistarse con la reina en nombre del partido para obtener el poder. No asistía a las reuniones públicas progresistas, donde se expresaban las opiniones más amenazantes, y al tiempo enviaba cartas de adhesión que leídas eran aplaudidas por el público.

La primera reunión del progresismo a la que asistió fue la del 3 de mayo de 1864. Para entonces ya tenía preparado el primer pronunciamiento para obligar a Isabel II a nombrarle jefe de gobierno. En ese mitin dijo que "de un modo u otro", el partido conseguiría el poder sin violencia “en el improrrogable plazo de dos años y un día”. Era una clara amenaza.

La ambición de Prim no tenía límites: preparó para el 5 de agosto de 1864 un pronunciamiento en el cuartel del Príncipe Pío. Su intención era una nueva vicalvarada, como la de O’Donnell diez años antes, que provocara la reacción de la opinión favorable a un cambio de política. Los pronunciados fueron delatados, y Prim enviado a Oviedo. Fue entonces cuando los progresistas le convirtieron en un mártir de la causa. Ya había sido represaliado por el régimen, y se convertía en poco más o menos que un santo laico sobre el que construir la esperanza de la revolución y la toma del poder.

La segunda intentona fue en Valencia, preparada para el 29 de abril de 1865. Prim se trasladó a la ciudad del Turia, pero la oficialidad comprometida se echó atrás en el último momento y tuvo que escapar. Desde Francia urdió otro pronunciamiento, esta vez en Pamplona, para el 2 de junio, y volvió a fracasar. De nuevo, y ya iban cuatro, en Valencia, previsto para el 10 de ese mismo mes. Los oficiales conjurados se negaron a cumplir su palabra si no les lideraba Espartero, tal y como les habían prometido. Todos estos planes insurreccionales fueron contra el gobierno Narváez, muy tocado por la desproporcionada represión de la Noche de San Daniel, en las fuerzas de seguridad acuchillaron y apalearon a los asistentes a una manifestación antigubernamental.

La reina sustituyó a Narváez por O’Donnell, más liberal e integrador, que concedió una amnistía a los sublevados al objeto de calmar a Prim. La crisis de la Unión Liberal de O’Donnell, provocada por las diferencias entre Cánovas y Ríos Rosas, indicaba que esta formación se dividiría en dos: una, conservadora y que sumara a los más liberales del moderantismo, y otra, reformista con la adición de los progresistas. En esta última agrupación es dónde querían ver a Prim, y así, Isabel II y O’Donnell, le afirmaron la posibilidad de que accediera al poder si acercaba al Partido Progresista a las instituciones.

La vida partidista de Prim se intensificó a fin de conducir al progresismo a la legalidad y conseguir gracias a ello el respaldo de un grupo con el que acceder al poder. Sin embargo, la parte civil del partido repudiaba esa instrumentalización y no quería otro líder militar. En la Asamblea del partido de finales de 1865, Prim se quedó en minoría. La única vía que le quedaba para satisfacer su ambición era la insurreccional, así que se volvió a pronunciar. Esta vez fue en Villarejo de Salvanés, cerca de Madrid, el 3 de enero de 1866. No le siguió nadie; ni civiles ni militares. Se refugió en Portugal y marchó al exilio.

Los defensores de la figura de Prim dicen que el manifiesto que publicó en Lisboa en febrero de 1866 se muestra el general liberal y patriota, cuando dice que su intención era "salvar la propiedad y la familia de la tremenda revolución social que las amenaza y que han preparado los Gobiernos reaccionarios". Pero montar una revolución para salvar de otra que no se había producido y no se produciría por la inexistencia de un movimiento socialista, es populismo para justificar una ambición. Es más; un pronunciamiento como el suyo, con la Unión Liberal y el Partido Moderado en contra solo podía suponer la guerra civil.

El fracaso del proceso integrador de O’Donnell eran tan definitivo que en el Senado, el 13 de abril de 1866, dijo que Prim no había tenido el "valor para presentarse de frente" y “no hizo más que huir cobardemente”. Aquella frustración bien podría haberle hecho pronunciar un “¡Jamás, jamás, jamás!” con Prim. O'Donnell rompió su política de integración, consiguió la suspensión de las garantías constitucionales en Castilla La Vieja y siete autorizaciones para poder legislar sin el concurso parlamentario. Posada Herrera, además, ministro de la Gobernación, presentó una ley de imprenta dirigida a evitar la escalada revolucionaria de la prensa opositora. La política liberal para atraerse a los progresistas había terminado.

La estrategia del marqués de los Castillejos debía cambiar, visto que el partido y el ejército no le seguían. Prim cambió su discurso, y pasó de ser un crítico isabelino a un revolucionario antiborbónico, lo que le granjeó el apoyo de los jóvenes progresistas, como Sagasta y Ruiz Zorrilla, y del Partido Demócrata –donde la mitad eran socialistas encabezados por Pi y Margall–. La necesidad de vencer le obligó a una estrategia distinta que le convirtió en el líder de la revolución.

El levantamiento debía producirse en Madrid, porque ya no se trataba de un pronunciamiento para forzar a la reina a un cambio de gobierno, era una revolución antidinástica para crear un régimen nuevo. El gabinete de O’Donnell conocía la existencia de los planes, y sustituyó regimientos y guarniciones. Pero la impaciencia comía Prim y a los suyos. En realidad solo contaban con suboficiales, y con la promesa de Manuel Becerra de un levantamiento popular en Madrid. Becerra aseguró que los civiles levantarían barricadas para impedir el movimiento de tropas y que se apostarían en los domicilios de O’Donnell, Serrano y otros para prenderlos y que no encabezaran la represión. Por ausencia de Prim, aún en Francia, el jefe militar era el general Blas Pierrad, convertido al cantonalismo en 1873. La sublevación se acordó para las cuatro y media de la madrugada del 22 de junio de 1866.

El plan era atrapar a Isabel II en Palacio dominando plazas y calles de su entorno inmediato, y batir a las fuerzas del gobierno en los cuarteles. Todo empezó cuando los sargentos y cabos del cuartel de artillería de San Gil, encabezados por Hidalgo de Quintana, se alzaron contra sus oficiales y mataron a cuatro de ellos. El Cuerpo de Artillería nunca perdonó a Hidalgo aquel acto, y se lo hicieron pagar en 1873 provocando la crisis de gobierno que acabó con la monarquía de Amadeo I. El general O'Donnell sacó a todas las tropas. Los generales que había en Madrid se pusieron a sus órdenes, desde el unionista Serrano hasta su adversario Narváez. Los combates duraron casi todo el día, con numerosas bajas en ambos bandos: unos doscientos muertos y seiscientos heridos, entre ellos Narváez. Prim esperó el resultado en la frontera con Francia, sin desenvainar su sable.

La Reina supo que el objetivo de los sublevados era destronarla. Destituyó a O’Donnell, que no había podido evitar la revolución, y nombró a Narváez, presidente del gobierno. Mientras, Prim se refugiaba en Vichy, pero por poco tiempo: Napoleón III le expulsó de Francia por conspirador y en respuesta a su abandono de México. El plan de Narváez era eliminar a la Unión Liberal del mapa político, toda vez que O’Donnell se había retirado para siempre a Biarritz, y que en su seno existían dos tendencias dispuestas a la división. En consecuencia, propuso a Prim que los progresistas se presentasen a las elecciones, momento que daría una amplia amnistía y daría pie al turno entre los dos partidos históricos, a cambio de terminar con la revolución. Al marqués de los Castillejos no le pareció mal la propuesta, que confesó a un amigo, en carta del 15 de julio de 1866:

Tal es el deseo que tengo de que se regularice la vida y el movimiento de los partidos históricos, que si el general Narváez emprende resueltamente esa obra de salvación para todos, por Cristo que arrojo al fuego el Libro de agravios y Libro nuevo.

A finales de julio de 1866 era imposible el acuerdo. Narváez quiso que Prim se separase de los demócratas, y éste que el líder moderado marginara a los más reaccionarios de su facción. Los progresistas, por su lado, no se fiaban de la propuesta de Narváez, y les parecía corta, necesitaban libertad de prensa y limpieza electoral. Los demócratas confesaron a Prim que no abandonarían en ningún caso su republicanismo. De esta manera, en agosto de 1866 Prim presidió en Ostende (Bélgica), la reunión de unas cincuentas personalidades progresistas y demócratas. Solo estuvieron de acuerdo en dos cosas: derribar lo existente y elegir una asamblea constituyente mediante el sufragio universal masculino.

Las preocupaciones fueron entonces la impotencia frente a la máquina gubernamental en manos de Narváez y la indiferencia de la Unión Liberal y, por otro lado, la falta de financiación. Aun así se decidió a dar otro pronunciamiento, tras una intensa campaña en prensa sobre lo reaccionario del régimen español y la poca moralidad de la reina. El plan era presentarse en Valencia y arengar a las tropas. Así lo hizo el 15 de agosto de 1867 con otro sonoro fracaso. Esto enfureció a los coaligados, que habían sido ignorados en el proceso en aras de la mayor gloria de Prim. Entre otros, Olózaga comenzó a criticar la personalidad y liderazgo del marqués de los Castillejos.

El éxito de la revolución estuvo en la adhesión de la Unión Liberal tras la muerte de O’Donnell en noviembre de 1867, ya que los unionistas sufrieron el cierre anticonstitucional de las Cortes perpetrado por el gobierno Narváez con el beneplácito de la reina. Muchos unionistas, entre ellos Serrano (nuevo jefe del unionismo), fueron expulsados de sus destinos o de la Península. Con el concurso de la Unión Liberal, el movimiento revolucionario ya tenía al ejército, lo que iba a decidir su suerte. La segunda parte del éxito fue la financiación que obtuvo gracias al apoyo del duque de Montpensier, cuñado de Isabel II, que ambicionaba el Trono español.

Líder de la revolución

El 8 de septiembre de 1868, Montpensier sufragó los gastos de un barco que devolvía a la Península, a Cádiz, a los generales unionistas deportados. Prim se alarmó porque creyó que iba a perder el protagonismo en la revolución, y el 12 tomó en Southamton (Inglaterra) un barco junto a Sagasta y Ruiz Zorrilla para ir a Gibraltar y adelantarse. Paul y Angulo les recibió en el Peñón el día 16, y les llevó a Cádiz, donde parlamentaron con Topete, almirante unionista que aguardaba a los generales. Topete se obstinaba en esperar a Serrano, pero Prim le convenció de que ponía en peligro la operación –lo que no parece cierto dada la lenta y corta respuesta gubernamental-. El 18 de septiembre se produjo el pronunciamiento leyendo el manifiesto escrito por el unionista López de Ayala, que terminaba con un "¡Viva España con honra!". Al día siguiente llegaba Serrano a Cádiz, y se dirigió a Sevilla para impulsar el movimiento, mientras Prim se embarcó para alzar a las ciudades levantinas hasta Barcelona.

La Ciudad Condal le recibió entre vítores, pero al verle el emblema real en el uniforme le gritaron: "¡Fora la corona!". No lo hizo, y acabó su discurso con un "¡Abajo los Borbones!” con el ánimo de congraciarse con el público. Luego se reunió con la junta revolucionaria de Barcelona, que le recordó que era una revolución democrática, lo que dejaba fuera a la conservadora Unión Liberal y que los republicanos serían los protagonistas. El conjunto irritó a Prim, al punto de que ni estuvo un día entero en Barcelona. Serrano fue quien dio la batalla por la revolución, en el Puente de Alcolea, y luego se dirigió a Madrid, donde constituyó un gobierno en el que reservó la cartera de guerra a Prim y ascendió a capitán general.

En el Ministerio de la Guerra, la labor de Prim fue mínima, destacando una circular, fechada el 6 de noviembre de 1868, prohibiendo a los militares participar en asociaciones o reuniones políticas. Era una extraña paradoja, porque Prim había participado toda su vida en eso, y que no se cumplió. En las elecciones a cortes constituyentes de 1869 obtuvo actas por Madrid, que fue la que escogió, y otra por la circunscripción de Tarragona-Reus-Montblanc. En Reus, donde nació, quedó en quinto lugar.

La distancia entre las promesas en la oposición para ganar el poder, y la labor de gobierno, le granjeó enemistades y muchos sinsabores. Por ejemplo, sostuvo durante años la conveniencia de abolir las quintas para tener un ejército profesional. Sin embargo, como ministro de la Guerra sostuvo que la conscripción era necesaria para hacer frente a los enemigos de la revolución y sostener Cuba ante los separatistas. Presentó un proyecto de quinta de 25.000 hombres que provocó protestas y manifestaciones, y un levantamiento de los republicanos en 1870. La represión de esta insurrección abrió la inquina Paul y Angulo, que sería funesta.

Aprobada la Constitución de 1869, el 19 de junio presentó su programa de gobierno marcado por los propósitos de mantener el orden público, resolver los problemas hacendísticos, resolver la insurrección cubana y encontrar rey. Fue muy eficaz a la hora de mantener el orden: contuvo el alzamiento carlista de julio de 1869 y el republicano de octubre de ese año. Las reformas en Hacienda, de la mano de Laureano Figuerola, parecían marchar. La revuelta en Cuba intentó atajarla no solo con maniobras militares, sino con reformas en Puerto Rico que sirvieran de ejemplo. El gran problema fue encontrar un rey para la revolución.

El candidato debía ser aceptado por los tres miembros de la coalición de septiembre, y lo que era más difícil: aceptado por Napoleón III y Gran Bretaña. Esto dejó fuera a Fernando Coburgo, rey viudo de Portugal, y a Tomás y Amadeo de Saboya –que aceptó cuando el emperador francés ya había sido derrocado por los prusianos–. Espartero no era del agrado de Prim porque su rivalidad le separaría del poder, aunque tampoco gustaba a Serrano. Los Borbones eran imposibles, no solo por su impopularidad –que luego cambió–, sino porque Prim ya había declarado que "jamás, jamás, jamás" se volvería a ver a un Borbón en el Trono. Esto hacía referencia también al duque de Montpensier, quien había financiado parte de la revolución, pero al que se creía muy cercano a la Unión Liberal. Prim no lo quería, ya que no satisfaría su ambición de poder, y no gustaba a los demócratas ni a Napoleón III. El condicionamiento del segundo Imperio francés era excesivo, pero no todopoderoso. Prim consiguió el sí de Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen, un príncipe prusiano. Esta candidatura provocó que Francia declarase la guerra a Prusia, lo que frustró la candidatura. Prim prefería a un Saboya porque sabía que eso le aseguraba la jefatura del gobierno, de hecho declaró que sería el primero en presidir el Ejecutivo durante una larga temporada.

Al conocer la aceptación de Amadeo, Castelar dijo que era el "rey de Prim". El progresista Pascual Madoz dijo que no creía que el saboyano resolviera los problemas entre los partidos porque sería un rey solo para los hombres de Prim. Topete declaró que era un monarca “elegido por los radicales”. Los unionistas pensaban que Amadeo iba a ser un rey de partido, que destruiría uno de los principios de la Revolución, la conciliación, la alternancia constitucional y pacífica en el poder, para entrar, en cambio, en un período de dominación exclusiva radical. La razón de tal desconfianza era que no se había comunicado nada de la negociación a los unionistas. Serrano se sintió particularmente apartado y en riesgo, pues Amadeo de Saboya se interesó por la actitud de Topete, no por la suya, lo que aventuraba que sería aquel el elegido como líder conservador.

Prim dejó en manos de Ruiz Zorrilla la configuración del Partido Radical desde octubre de 1869, desde aquel grito de "¡Radicales, a defenderse! ¡El que me quiera, que me siga!" de octubre de 1869. Las divergencias entre los progresistas, especialmente entre Sagasta y Ruiz Zorrilla, eran grandes. El primero quería acercarse a los más liberales del unionismo, mientras que el segundo prefería una alianza con los demócratas, que no escondían su republicanismo. En este sentido, Prim actuó como Narváez en el reinado isabelino: su fuerte liderazgo mantenía unido a un partido muy heterogéneo. El acceso al poder no dependía de los votos, porque la democracia no era una realidad, sino de contar con el favor del Trono, que era quien constitucionalmente designaba al presidente del gobierno. Si a esto sumamos que Prim tenía detrás un partido numeroso, el progresista-demócrata, o radical, y una red de prensa de calidad, era evidente que no tenía rival.

El magnicidio

La elección del rey fue determinante. Montpensier sentado en el Trono hubiera supuesto para Serrano la seguridad de tener el poder, o participar de él, pero Amadeo de Saboya era su segura postergación frente a un Prim ambicioso que difícilmente dejaría el gobierno. Además, Serrano no era popular ni tenía detrás un partido tan numeroso como Prim. A estas alturas, creo que es difícil sostener que Montpensier y Serrano no estuvieron detrás del asesinato de Prim, y de que utilizaron como autor material y fácil cabeza de turco a José Paul y Angulo, un antiguo progresista metido a republicano, que odiaba públicamente al marqués de los Castillejos.

El 27 de diciembre de 1870, tras charlar con unos diputados, salió del Congreso. Nevaba en Madrid. Prim salió sin escolta y se dirigía a una reunión de su logia masónica, donde recibía el nombre de Washington". Al llegar a la Calle del Turco, hoy Marqués de Cubas, cerraron el paso de su berlina y le descerrajaron varios tiros. Recibió múltiples heridas, pero ninguna mortal. Al llegar al palacio de Buenavista, subió por su propio pie las escaleras. Tras tres días, moría por negligencia médica –personalmente me resulta muy difícil explicar en clase por qué los médicos no acertaron– o rematado por sus asesinos.

Lo cierto es que el relato de esos tres días está lleno de incongruencias. ¿Por qué Prim desveló la identidad de su asesino, Paul y Angulo, a uno de los que le velaban, y no a su mujer, amigos o autoridades? ¿Por qué se prohibió la entrada de jueces a su domicilio? ¿No supieron tres de los mejores médicos del país atajar una supuesta septicemia? En la prensa de aquellos días se iban dando noticias favorables a la recuperación de Prim, y de pronto se anunció su muerte. El asunto merecía entonces una investigación a fondo.

Los rumores sobre un atentado contra la vida de Prim habían aumentado día a día desde noviembre de 1870. El Combate, periódico de Paul y Angulo, insistía en impedir por la fuerza la monarquía del rey de Prim. José María Pastor, ayudante de Serrano, alentó un atentado previo contra el marqués de los Castillejos, tal y como indica el sumario de la investigación. Felipe Solís, secretario de Montpensier, también fue acusado de promover dos atentados contra Prim que no se realizaron, por lo que fue detenido y procesado. No obstante, Serrano llegó a la presidencia del gobierno en enero de 1871 y cerró el caso.

La nula investigación del asesinato y el silencio posterior solo son explicables porque Serrano obtuvo lo que quería: el poder como presidente del gobierno. No hubo tampoco una decisión de otros hombres, como Topete, Ruiz Zorrilla o Sagasta, de investigar. El asunto se calmó con la detención de cuatro pelagatos y la huida de Paul y Angulo. El poder actuó como móvil para algunos, y fue el calmante para otros del dolor por el asesinato. El uso político no quedó ahí: la puerta a la mitificación acababa de abrirse.