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La Ilustración Liberal

La economía española. Perspectivas

La economía española se enfrenta a dos retos, la globalización y la inmigración. Son retos que pueden resolverse positivamente y convertirse en un incentivo al crecimiento, pero frente a los que se puede fracasar con un coste más elevado del que imaginamos. La globalización, que permite -al más barato unas veces, al de mejor tecnología en otros casos y al que tiene mejor marketing siempre- estar presente –con sus ofertas de bienes y servicios– en todas las economías abiertas –y la española lo es–, se ha dejado sentir en España con mayor fuerza en 2004.

Gracias a la globalización ha sido posible que el PIB mundial creciera un 5% el pasado año, y que ese impulso nos arrastrara a los que teníamos más dificultades. Si el PIB mundial no hubiera crecido a ese ritmo nuestras exportaciones habrían crecido menos, mientras que nuestras importaciones habrían sido, aproximadamente, las mismas, incluso mayores, porque la presión de los exportadores extranjeros habría sido superior. En lugar de un 2,7% podríamos haber crecido entre el 2% y el 2,5%. Lo que no se habría modificado sería la demanda interna, en particular el consumo. El que nuestro gasto interno crezca al 4,3% anual pero nuestro crecimiento económico sea de sólo el 2,7% ocurre porque muchos de los bienes y servicios que producimos no son suficientemente competitivos; el sector exterior ha restado 1,6 puntos al crecimiento en 2004. Y el proceso, a menos que tomemos medidas de flexibilización en nuestra economía, lo que es difícil de esperar con el gobierno que tenemos, se acentuará en 2005 y 2006. Hasta tal punto que podemos dejar de crecer. Y no creo estar exagerando. El euro, por supuesto, acelera este proceso. Un reto, pues, que, de momento, estamos perdiendo.

El segundo reto es el de la inmigración. Hemos pasado en seis o siete años de 40 a 44 millones de habitantes, y con el proceso de regularización en marcha, más los correspondientes reagrupamientos familiares que permiten nuestras leyes, es probable que en los próximos cinco o seis años la población española aumente hasta los 48 millones.

Durante la segunda mitad de los 70, los 80 y los primeros años de los 90 el desempleo creció en España desde el 3-4% hasta el 25%, porque llegaron al mercado de trabajo las cohortes más numerosas de nuestra historia demográfica y la economía no fue capaz de absorberlos. Nos faltó impulso empresarial, una política económica coherente, tranquilidad sindical, ahorro interno y capital intelectual y tecnológico. Durante unos años, entre 1994 y 2005, hemos sido capaces de crear 5 millones de empleos, lo que nos ha permitido rebajar la tasa de desempleo al 11% y acoger a 4 millones de inmigrantes. Pero si nuestro crecimiento flaquea y sólo lo hacemos, digamos, al 2%, o menos, podemos encontrarnos con un desempleo creciendo fortísimamente y una población recién llegada a España de 8-9 millones de habitantes, que luchará con uñas y dientes por mantener sus empleos; y muchos de ellos lo conseguirán, mientras los españoles de origen menos dispuestos a hacer sacrificios o con una formación inadecuada sufrirán. Todos sufriremos.

Hasta ahora, la inmigración ha sido positiva; pero si la economía española continúa perdiendo competitividad, como lleva haciéndolo desde hace cuatro o cinco años, la inmigración se convertirá en un problema de terribles dimensiones.

La desaceleración

Para empezar, 2004 ha sido mejor que 2003 para la economía española, porque parece que hemos crecido el 2,7%, frente al 2,5% del año anterior. Pero con desequilibrios mayores que, a menos que se tomen muchas medidas de política económica, terminarán por hacer descarrilar nuestra economía.

El pasado año ha sido excepcional a nivel planetario, pues el PIB mundial aumentó un 5%. Es posible que en 2005 se mantenga ese crecimiento, aunque la opinión general es que será difícil. Porque Estados Unidos probablemente no volverá a crecer el 4,4%, China el 9%, otros países asiáticos entre el 4% y el 8%, y la Unión Europea parece también difícil que repita el 2%, sobre todo el área euro. Pero incluso si se repite el crecimiento mundial del 5%, eso significará un impulso negativo a nuestra economía. La razón es nuestra pérdida de competitividad. Parece irreversible que nuestros precios crezcan, al menos, un 1% más que los de nuestros socios europeos; y mucho más que los del resto del mundo, que o bien tienen inflaciones menores o monedas devaluadas en relación al euro. Si esto es así, el sector exterior, en lugar de restar 1,6 puntos al crecimiento, restará 2, porque, aunque crezcan nuestras exportaciones, nuestras importaciones lo harán mucho más.

En segundo lugar, tenemos que suponer –en el mejor de los mundos posibles– que el gasto interno vuelve a crecer al 4,3%, el mismo porcentaje que en 2004. Es posible, sobre todo por el impulso de los inmigrantes, la confianza de los españoles en el futuro, y siempre que se mantenga el crecimiento de la inversión en bienes de equipo y construcción. Pero, para que eso ocurra, las familias, y también las empresas, pero sobre todo las familias, tendrán que endeudarse más.

El resultado posible es que el PIB crezca entre el 2% y el 2,3%. Y no sabemos cómo afectará este menor crecimiento a la creación de empleo. Pero sería lógico que éste creciera menos. Lo que sumado, a la legalización de cientos de miles de inmigrantes y la reunificación familiar en muchos casos, podría provocar un fuerte crecimiento del paro.

Esta situación de menor creación de empleo y mayor desempleo no tiene por qué provocar una crisis económica inmediata, al margen de mayor gasto público en el INEM, la sanidad, la educación y otros servicios. El momento crítico, en este modelo de crecimiento, heredado del PP –con todo lo bueno y lo malo-, puede producirse cuando no haya creación de empleo neto. En ese momento habrá problemas con la compra de viviendas, el pago de hipotecas, el valor de la propiedad inmobiliaria, la sensación de riqueza y, finalmente, y esa sí es la crisis, con el consumo de las familias.

Un consumo menor, junto con una economía cada vez menos competitiva, nos hace descarrilar a todos. Tomar medidas para alterar ese proceso es muy difícil, porque las tendría que tomar el Gobierno del PSOE con el apoyo de los nacionalistas. Y hay que recordar que el PP, con mayoría absoluta en la segunda legislatura, no se atrevió a tomar ninguna de esas medidas, incluso se retiró el decreto-ley de reforma –tímida, por otra parte– del mercado de trabajo. Sin duda porque, una vez más en nuestra historia, el entonces vicepresidente económico quería ser candidato a presidente y creía que dar marcha atrás le daría apoyo popular. Desgraciadamente, convenció, en mi opinión –no en mi información–, al presidente del Gobierno de que, fuera quien fuera el candidato, había que retirar las propuestas de reforma.

La crisis de la economía española podría ocurrir en 2006 ó 2007; no creo que más allá, y será la consecuencia de un modelo de crecimiento agotado y de un gobierno –el que sea–incapaz de tomar las imprescindibles medidas de reforma económica, que siempre serán impopulares a corto plazo.

Malos augurios

Antes hacía referencia al entorno nacional e internacional en que se desarrolla la actividad económica española y a mi convencimiento de que estamos perdiendo la batalla y de que el fin del ciclo expansivo está próximo. Una situación de deterioro por la rápida pérdida de competitividad y la dificultad de recuperarla, al ser el euro nuestra moneda.

Los datos que hemos conocido sobre la Contabilidad Nacional, hechos públicos hace unos días por el Instituto Nacional de Estadística, y las cifras definitivas sobre comercio exterior agravan, en mi opinión, la situación económica y merecen un comentario.

En primer lugar, los precios de lo producido en España, lo que mide el denominado "deflactor" –diferente del IPC, que mide el precio de los bienes y servicios que compran los consumidores, cualquiera que sea su origen, nacional o de importación–, han subido en 2004 un 4,7%; una brutal subida, que nos hace mucho menos competitivos y que augura un mayor deterioro de nuestro sector exterior en 2005, por lo que será imposible crecer el 3% o el 2,9% que plantea el Gobierno, sobre la base de que el sector exterior va a restar sólo el 0,6%. Probablemente restará entre el 2% y el 2,3%, por lo que el crecimiento apenas superará el 2%. La razón: la inflación interna de nuestro sistema productivo, que –repito- ha sido del 4,7% en 2004, frente a una previsión del 3,4%.

Esta impresión pesimista se ve confirmada por los datos del comercio exterior de España en 2004. Hemos tenido los peores resultados de nuestra historia, con un déficit que supera los 60.000 millones de euros (un 7,5% de nuestro PIB de 2004, que acabamos de saber ha alcanzado los 800.000 millones de euros). Y no hay ninguna posibilidad de que esta situación mejore, porque no se va a tomar ninguna medida de política económica que corrija este déficit y, sobre todo, esa tendencia al agravamiento.

Con una pérdida de competitividad tan abultada como la que refleja un deflactor del 4,7% en 2004 sería lógico que nuestras exportaciones crecieran menos que en 2004 –lo hicieron un 6,3%– y que nuestras importaciones se incrementaran más que en 2004 –año en el que aumentaron un 12,5%-. Por poner un ejemplo numérico de lo que podría ocurrir en 2005 si todo saliera, otra vez, mal: si las exportaciones crecen un 5% y las importaciones lo hacen un 14% el déficit comercial alcanzaría los 82.000 millones de euros, 22.000 millones de euros más que en 2004; lo que, en términos de PIB, y suponiendo que el PIB nominal crezca en 2005 un 7% –con lo que alcanzaría los 856.000 millones de euros–, significaría un déficit del 9,5% del PIB.

Nuestra economía se pararía en seco. Eso dicen las cifras. Aunque la sensación sea de bienestar, porque el consumo sigue creciendo fortísimamente, gracias tanto al gasto de las familias como al mayor gasto público. Ese déficit comercial se compensaba, tradicionalmente, con un superávit de nuestra balanza de servicios, básicamente turismo; pero no parece que el sector, que también sufre por la pérdida de competitividad, pueda seguir jugando plenamente ese papel.

Cualquier otro Ejecutivo estaría, en estos momentos, en diálogo con todos los agentes sociales y los partidos de la oposición para analizar conjuntamente la situación y llegar a acuerdos de ámbito nacional. Aquí no; en España el Gobierno se preocupa de unas inexistentes demandas populares de mayor autonomía y de rememorar la Guerra Civil. Si tengo razón en estas tan pesimistas previsiones, la legislatura no durará mucho, porque el efecto de la crisis económica en el bienestar de la población podría comenzar a notarse en 2006 y, sin duda, el actual Gobierno preferiría unas elecciones generales en las que se debatiera el buen talante y la sonrisa de Zapatero antes que una situación económica dramática y de muy difícil arreglo.

Las reformas necesarias

La lectura de las medidas aprobadas por el Consejo de Ministros el pasado 25 de febrero resulta deprimente. Si, tras ocho años de oposición y uno de gobierno haciendo hincapié en la necesidad de aumentar la productividad de la economía española, eso es todo de lo que es capaz un Gobierno de socialistas y nacionalistas, nuestras perspectivas son incluso peores de las que he descrito anteriormente.

En este momento lo único que puede hacer mejorar la competitividad de nuestra economía es un descenso de precios de bienes y servicios, lo que incluiría la congelación de salarios o subidas muy moderadas, por debajo de la inflación. ¿Cómo lograrlo? Podríamos hablar de convenios colectivos a nivel de empresa, de reducción de los costes de despido, de descenso de impuestos, de menor gasto público en casi todo excepto en infraestructuras, de flexibilidad en la jornada laboral, de eliminación del PER en Andalucía y Extremadura. Pero dudo de que ninguna de esas medidas fueran suficientes para moderar las subidas de precios. A largo plazo todas tendrían efectos positivos, pero en este momento, con unos tipos de interés tan bajos como los que tenemos y un brutal aumento de la cantidad de dinero en circulación, en un entorno de aumento de la población, confianza en el futuro y posibilidad de endeudarse a nivel familiar todavía más de lo que ya lo hemos hecho, la subida de precios y salarios parece inevitable.

Todos nuestros políticos y la inmensa mayoría de nuestros economistas llevan años hablando de los aspectos positivos del euro, de los bajos tipos de interés que hemos logrado con la integración en la moneda única, de la extensión del ciclo alcista, de la falta de límites al endeudamiento exterior. Hora es de que reconozcan que la subida de precios de la vivienda no se habría producido sin el euro, que la cesta de la compra sería más barata –lo que repercutiría especialmente en los más pobres, que gastan la mayor parte de sus ingresos en alimentación– y que la ausencia de política monetaria produce llamamientos incoherentes por parte del Banco de España a las entidades financieras: unas veces suplicando, otras amenazando, las más aconsejando que se reduzcan los créditos hipotecarios; lo que resulta absurdo por parte de una institución que no es otra cosa que una delegación territorial del Banco Central Europeo, que sigue una política monetaria completamente diferente de la que le gustaría al Banco de España, incrementando cada vez más el dinero y el crédito.

Sin el euro, el ciclo alcista habría terminado hace mucho tiempo; pero quizá ya habría comenzado uno nuevo. En fin, consideraciones absurdas, porque somos parte del euro. Y no podemos hacer casi nada para evitar la crisis que se nos viene encima. En todo caso, la solución no es ese catálogo de medidas descafeinadas que acaba de aprobar, tras un año de reflexión, el Gobierno de Rodríguez Zapatero, que demuestra tanto su falta de ideas como de liderazgo político.

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