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La Ilustración Liberal

El día que “La Coruña” desapareció

El 3 de junio de 1997 tuvo lugar en el Parlamento español una sesión que merece no quedar en el olvido. Se reunían los padres de la patria con el fin de discutir una propuesta de ley del Parlamento gallego para modificar oficialmente el nombre de dos provincias españolas, La Coruña y Orense, que pasarían a partir del momento en que fuera tramitada la ley a ser denominadas A Coruña y Ourense. No se trataba de la última ocurrencia del cantonalismo periférico, sino que era una solicitud unánime del Parlamento gallego, que fue aprobada también casi unánimemente por su homónimo español (306 votos a favor y una abstención).

Era un día de triunfo para el nacionalismo gallego. Eran ellos quienes habían sacado adelante la moción, tanto en el parlamento de Santiago como en el de Madrid, en un tedioso proceso que les había llevado años. Toparon no con una oposición abierta de los partidos nacionales, pero sí con una palpable desgana. Sin embargo, PP y PSOE estaban atrapados en sus propias contradicciones, pues en 1993 se había aceptado una propuesta idéntica por parte de la minoría catalana. Gerona y Lérida desaparecieron de mapas y matrículas para convertirse en Girona y Lleida. En 1997, en la primera legislatura de Aznar, un débil gobierno central se sintió forzado a aceptar el cambio de denominación.

Y así el tercer día de junio de 1997 los representantes de la soberanía nacional se sentaron a votar en favor de la prohibición del uso oficial de dos palabras españolas. Pues de eso se trataba, por más que se edulcorara el hecho con frases rotundas sobre el reconocimiento del gallego. La nueva ley, al reconocer la oficialidad única de A Coruña y Ourense, rechazaba implícitamente la cooficialidad de las formas castellanas. Éstas, tras largos siglos en uso, dejaban aquel día de existir en la lengua oficial.

El acto golpeaba de paso a las provincias, bastiones del centralismo. Los racionalizadores del XIX habían cuarteado así el territorio español con el objeto de dominarlo mejor desde el centro. Al darles el nombre, los decimonónicos, siempre tan prosaicos, escogieron el de la ciudad capital en la lengua común, el español. En el caso de La Coruña (el más polémico), la forma normativa convivía, y convive, con otras expresiones que varían en función del dialecto, del contexto y de la lengua: A Coruña/Coruña/Curuña/Curuña (la u apenas pronunciada)/Cruña. Ya en el siglo XX, cuando a los galleguistas les dio por normativizar las hablas rurales y marineras de Galicia, escogieron A Coruña como forma standard de su neolingua. Con esta elección, demostraban otra vez su preferencia por la pronunciación castellanizada del idioma, así como su aversión instintiva y profunda por los rasgos más populares y extendidos de las hablas gallegas, como la oscuridad de sus vocales, el seseo y la gheada (j por g).

La división territorial en provincias, a pesar de su centralismo (o gracias a él) se ha mostrado durante siglo y medio como estable y pragmática, un gran avance sobre el arcaicismo del Antiguo Régimen. En la España autonómica de hoy las provincias han quedado, sin embargo, obsoletas. Aun así, los parlamentarios gallegos se acercaron a Madrid no a solicitar su desaparición, sino... a que les cambiaran el nombre. Tal es el alcance de la voluntad reformista de las nuevas clases políticas de la periferia.

Los separatistas como maestros de ceremonia

Aquel día de junio en el Congreso, pareció a todos bueno y justo que fuera el Bloque Nacionalista Galego (BNG) quien abriera la sesión. Su responsable de cultura, Pilar García Negro, venía desde Santiago a exigir "en nombre del pueblo gallego" la restitución de sus palabras mancilladas. No se molestó en dar muchas razones: los nombres de A Coruña y Ourense eran los únicos que le parecían admisibles, estaban documentados desde antiguo, en los tiempos en que "el gallego era lengua oficial", hasta que en 1833 llegó el triunfo de los liberales y ocurrió la tragedia:

Señoras y señores Diputados, don Javier de Burgos, Ministro de Fomento, en 1833 procedió a la invención de las provincias como categorías administrativas. Han pasado 164 años desde entonces, desde que se inventó (sic) La Coruña y Orense como nombres de las provincias.

Su compañero en Madrid, el diputado Francisco Rodríguez Sánchez, aprovechó la ocasión para recordar las muchas injurias recibidas por su pueblo, injurias que era difícil olvidar (ya está él para recordarlas). Pero al fin el estado español aceptaba la versión "democrática" del nombre de dos de sus provincias.

No hicieron falta más argumentos. Saben bien los nacionalistas que el pueblo necesita de mitos sobre los que fundamentar la "construcción nacional", por lo que han abrazado con alegría la pretensión posmoderna de que cualquier historia no es más que una selección arbitraria de hechos que el poder utiliza para legitimarse. Y si les dejan mentir en los libros de texto, ¿qué no podrán decir en la tribuna de oradores?

No todos coincidieron con García Negro en culpar a Javier de Burgos de la falsificación de los nombres gallegos. Los socialistas responsabilizaron a Franco, los nacionalistas vascos y catalanes al secular centralismo hispánico. En lo que casi todos estuvieron de acuerdo era en aquel día se recuperaba el nombre originario y genuino de dos provincias norteñas. No hizo mella en ellos que el diputado González del PP, quien fue el único que intentó razonar las nuevas formas oficiales, les explicara que los nebulosos orígenes de esos nombres se hallaban en el céltico Clunia (que quiere decir cerro) para Coruña y el latín Auriensis (Portus auriensis, es decir del oro, porque de allí partía el camino a las minas del Miño) para Orense. Tampoco hubieran cambiado su opinión si alguien les hubiera mostrado centenares de ejemplos de la aparición de las formas La Coruña y Orense en textos españoles desde la Edad Media. Los congresistas estaban decididos a dar por cierto que los constructores de la Torre de Hércules ya decían A Coruña.

Se comprende así por qué las curiosas historias del nacionalismo han sido integradas en el discurso oficial de la política española. Los nacionalistas llevan tantos años dedicados a diseminar burda propaganda, con ese fervor que da el tener una sola idea y estar seguro de ella, que no sólo se la han creído, sino que sus oponentes ya no se molestan en refutarla. Muchos, incluso, la dan por cierta.

El complejo de culpa

Pero no son los nacionalistas los personajes más interesantes de aquel día. Tenemos cumplidas noticias de su espíritu hispanófobo y de su deshonestidad intelectual. Son los representantes de electores que se consideran españoles los que merecen mayor atención. Son el PP y el PSOE los que aportaron los votos necesarios para que la propuesta de ley fuera aceptada. Y la aceptaron, parece ser, con gusto pues parlamentarios suyos, tanto de Santiago como de Madrid (escogidos estos últimos entre los gallegos), la jalearon con entusiasmo y se apresuraron a defenderla.

El PP, por medio de la parlamentaria gallega María Jesús Sainz, se sirvió, a diferencia del BNG, de la constitución y el estatuto para justificar el cambio de nombre. La Sra. Sainz alabó la dignidad del gallego y su vinculación eterna con la Tierra, lo que obligaba a la Xunta a protegerla y recuperarla. Tampoco olvidó de mencionar con orgullo la pluralidad lingüística de España (Galicia, según se intuye, es monolingüe).

El complejo de culpa de la derecha española le ha llevado a aceptar muchos desvaríos. Pero los motivos de fondo de su sector gallego son quizás más tangibles. Las tentaciones que para el poder tiene una lengua autóctona son casi irresistibles: legitima su autonomía política, facilita la integración y cohesión del territorio, favorece una política educativa diferenciada, justifica una televisión y una radio públicas, sirve de excusa para insuflar tal cantidad de fondos en la cultura y en los medios de comunicación que los nuevos jerarcas pueden controlar lo que se dice en ellos. Añádase a esto una mezquina idea del futuro de Galicia, et habemus linguam.

También asomó en el discurso de Maria Jesús Sainz una querencia tradicional del conservadurismo gallego: Su instintiva simpatía hacia el gallego primigenio, ese labrego analfabeto, portavoz de una lengua intacta (Omisión de "e incomprensible más allá de su valle"), sobre cuyos hombros tan fácil le ha sido siempre a la derecha conservadora asentar su poder. Asomó en forma de filfa romántica, chorradilla inane que anduvo un día en boca del padre da patria galega.

Yo quiero recordar, señorías, aquella frase maravillosa de Castelao, precisamente pronunciada en las Cortes Generales, cuando se debatía el artículo 4 de la Constitución de 1931, que decía: El idioma es una fuente de arte, es el vehículo del alma original de un pueblo, y sobre todo es en sí una gran obra de arte que nadie debe destruir.

Entonemos un lamento por la derecha gallega, que eleva a Castelao al indisputado rango de Padre Fundador de la Patria. ¡Qué extravío el suyo! Y esas frases de Castelao, tan antiguas y anticuadas que parecen dichas por un estudiantillo romántico en unos juegos florales, tomárselas en serio, hacer política con ellas... Insisto: ¡qué extravío el de la derecha gallega, construyendo en leyes y aulas las armas de quienes la quieren destruir!

Pasemos de la derecha conservadora al socialismo progresista. Es difícil ser socialista en la era del individualismo. Es difícil ser progresista cuando nadie cree en el progreso. Quizá por eso buscan denodados savia nueva que revitalice sus discursos, y cuando no pueden salir del paso con la solidaridad y la tolerancia, se sirven de conceptos tan vagos y dudosos como pueblo, raíces, diálogo cultural. No es raro que los socialistas tiendan a parecerse a los nacionalistas, aunque sin el integrismo de los verdaderos creyentes. Y quizá por esa dificultad para articular propuestas de futuro, María Xosé Porteiro, enviada desde Santiago por el PSdG-PSOE, no tuvo más argumento que iniciar su discurso arrojando las culpas sobre (¿se lo imaginan?) un generalísimo ferrolano, gallego renegado como nunca hubo otro.

Señoras y señores diputados, con esta proposición que hoy traemos las diputadas y diputados gallegos a esta Cámara, venimos a corregir una actuación que es parte de las trágicas consecuencias de la Guerra civil, cuando Galicia vio cómo se arrasaban y alteraban (¿puede algo ser arrasado y alterado al mismo tiempo?) los nombres de sus lugares, de sus aldeas, de sus villas y de sus ciudades.

La historia oficial procura que se olvide que el reducido número de protonacionalistas tenía en general unas fuertes inclinaciones reaccionarias, y que, en los turbulentos tiempos de la República, la mayoría de ellos fue más fiel a su señoritismo que a su nacionalismo. El mismo fundador del Partido Galeguista, Vicente Risco, acabó por traicionar su causa y escribió sonetos en loa de Franco. Por supuesto, es iluso buscar este dato en libros de texto o en discursos públicos.

Pocos argumentos serios, en verdad, se escucharon aquel día. Los más de los oradores no pasaron de frases retóricas y sonoras palabras. Baste un fragmento del diputado socialista por Lugo, José Blanco López (sí, Pepiño en sus tiempos de meritorio):

"Recuperamos parte de nuestra historia en un acto de afirmación de libertad, de convivencia, de reafirmación cultural".

Recupera la historia borrando de un plumazo siglos de ella; afirma la libertad inmiscuyéndose en lo que la gente libremente habla y escribe, menciona la convivencia en un acto que rechaza la doble oficialidad de las formas gallegas y castellanas, considera reafirmación cultural a una medida que deslegitima formas culturalmente establecidas durante siglos. Los socialistas, ya les decíamos, andan un tanto despistados.

Al margen de los ciudadanos

No descubrimos nada nuevo al comentar que la nueva ley nacía con una abierta resistencia civil. En el mismo Congreso, el político que con más legitimidad podía hablar en nombre de La Coruña, su alcalde Francisco Vázquez, la rechazó abiertamente y se negó a apoyarla. Alguna noticia tendrían de ello los congresistas, pues emplearon muchas veces expresiones del tipo "Galicia solicita", "los gallegos agradecemos", "en nombre de Galicia", pero ninguno solicitó nada "en nombre de los coruñeses". Hubiera sido demasiado chirriante.

Aquel día de junio, el diputado Rodríguez del BNG, previendo la polvareda que iba a levantar en la misma Galicia la propuesta de ley, mencionó de soslayo a los disconformes:

El orgullo que sentimos de contar con la presencia aquí de los representantes del Parlamento de Galicia que con tanta razón como entusiasmo defendieron lo que en la Galicia que no reniega de sí la inmensa mayoría quiere.

Es fea palabra la de renegado, pero no sorprende. Nunca han ocultado los nacionalistas, por muy democráticos que se digan, su vocación de expender carnés de identidad sujetos a la fidelidad étnico-lingüística de los súbditos. No se conforman con tus impuestos, quieren tu alma.

Los ciudadanos españoles y los gallegos renegados que discreparon con la medida no han permanecido en silencio. El argumento más popular contra la ley es tan obvio e instintivo que resulta difícil de rebatir: si yo no digo London ni Milano, ¿por qué he de decir A Coruña? El diputado González del PP contrapuso el ejemplo de O Porriño, que nadie piensa en traducir por El Porriño (mucho menos, El Porrito). Sin embargo, esto quiere decir únicamente que tal villa nunca ha merecido el honor de que su nombre resuene en lenguas de gentiles. De haber sido una ciudad conocida, los castellanohablantes (y los francos e ingleses) hubieran adaptado el nombre a sus respectivas lenguas.

A esto se le añaden otro par de paradojas. En primer lugar, no parece que el respeto que los galleguistas solicitan para sus denominaciones "propias", lo tengan ellos mismos por las ajenas. La nueva toponimia galaica ha creado formas de tanta raigambre como Estremadura, Cidade Real, Alacante, Xaén, Lión (Lyon)... Quizás no les extrañe saber que ha respetado o, por mejor decir, introducido Lleida, Gasteiz y Porto.

Mucho más significativo nos parece otro ejemplo: al nacionalismo le molesta gravemente que se diga La Coruña, pero en nada les perturba que los ingleses hablen de Corunna y los franceses de La Corogne. No parece, por tanto, que sea la corrupción del nombre original lo que les duele. Lo que les molesta, y mucho, es que ese nombre ande en bocas españolas como si fuera propio.

Y tengo para mí que, más allá de racionalizaciones inconsistentes y excusas banales, es por aquí donde debemos encontrar la razón última de la insistencia casi patológica de los nacionalistas en suprimir las formas españolas allá donde las encuentran, ya sea en señales o en jardines, ya sea, cuando les dejan, en el BOE. Algo de ello barruntó la diputada socialista Porteiro cuando afirmó en el Congreso:

Cuando los hombres y mujeres le damos nombre a una cosa estamos estableciendo un pacto de pertenencia, estamos quedándonos con el alma de esa cosa, de esa tierra, de ese lugar.

Aquel día, con la excusa demostrablemente falsa de la recuperación del nombre histórico, los diputados españoles estaban votando simbólicamente la ruptura del pacto de pertenencia entre la lengua española y Galicia. Disfrazados de representantes electos del idioma, los partidos políticos españoles repudiaron al castellano como lengua histórica de Galicia.

El mensaje implícito del ritual en el Congreso rezaba así: "Vosotros, españoles, no tenéis derecho a darme nombre. Vosotros no tenéis derecho a hablar por mí.Vuestra voz me es ajena".

Y el Congreso dijo "es cierto" y aplaudió.

Reinventando la Historia y la lengua

A pesar de todo lo dicho, es necesario admitir que tenían razón los congresistas al observar que lo que se solicitaba no era más reformar una denominación que no se correspondía con el ordenamiento jurídico nacido de la Transición. Recordemos los hechos: en 1983 el Parlamento Gallego aprobaba la Ley de Normalización Lingüística (un calco de la catalana, por cierto) que establecía en su Artículo X que: "Os topónimos de Galicia terán como única forma oficial a galega".

Las provincias, como órganos territoriales dependientes del Estado central, quedaban fuera del alcance fiscalizador de la Xunta, y era al Estado central al que le correspondía la obligación de adaptar al efecto su denominación oficial para que coincidiera con el de las capitales. Todo ello apoyándose en el Artículo I de la ley, el cual establece que:

"O galego é a lingua propia de Galicia. Todo los galegos teñen o dereito a usalo".

La legislación es, por tanto, clara y taxativa: la lengua propia de Galicia es el gallego. No es una consideración meramente simbólica, ad usum nostalgicorum, sino jurídicamente pertinente, de acuerdo con el Tribunal Supremo. Recientemente, ante una demanda del BNG contra el Ayuntamiento de La Coruña por su insistencia en estampar en los documentos oficiales la doble denominación, Concello de A Coruña/Ayuntamiento de La Coruña, la Alta Corte ha prohibido al alcalde esta costumbre basándose en el concepto de "lengua propia":

Por consiguiente, resulta que la lengua vernácula no es sólo cooficial en Galicia, junto con el castellano por serlo en todo el Estado español, (da la impresión de que la oficialidad del castellano viene dada "por serlo en todo el estado español", no por el irrelevante hecho de que sea la lengua hablada por la mayoría de los gallegos) sino también "propia", lo que comporta una singular consideración jurídica asociada a la condición de factor de identidad política.

O sea, que las dos lenguas son iguales, pero una es más igual que la otra, ya que es la "propia", con comillas añadidas por el propio tribunal. Va de suyo que si el gallego es la lengua propia, el castellano es la impropia y/o ajena.

Asombra comprobar lo que es capaz de hacer un concepto. En la vida real, el castellano es una lengua que se habla en Galicia desde hace siglos, es la lengua que mejor dominan los gallegos, y es la lengua en que han escrito la mayoría de sus sabios, escritores e intelectuales. Es la lengua, no lo duden, en la que los legisladores gallegos se expresan cuando no hay micrófonos por medio. Es la lengua, tampoco esto lo duda nadie, en la que hablarán sus hijos y nietos.

En el plano del discurso, es una lengua impropia, una lengua que no debería ser escuchada en Galicia y el Estado ha de impulsar su expulsión de las aulas y oficinas.

Y el gallego es la lengua propia, la que ha de ser normalizada. Esta fea palabra nos demuestra otra vez hasta qué punto triunfan los nacionalistas (hasta qué punto hemos dejado que triunfen) cuando toca dar un nombre a sus acciones. Han conseguido que todos consideren "normalización" a una de las políticas lingüísticas más extravagantes de las que se tiene noticia: coger unas hablas campesinas sin apenas uso escrito, depurarlas y unificarlas, darles una normativa, inventar un sinnúmero de palabras (por ser tantas las situaciones en las que nunca se había usado el gallego) e imponer la neolingua recién sacada del magín en la administración y la enseñanza. Los precedentes existen, pero hay que buscarlos en las regiones del planeta recién incorporadas a la cultura escrita. No en un sitio donde ésta se remonta por siglos, y existe una lengua común y estandarizada accesible para toda la población.

El resultado es, en el plano del discurso, el gallego normativo. En la vida real, el neogallego no es más que un español escaso de recursos y con ciertas particularidades fonéticas, que las televisiones nacionales ya no se molestan en traducir.

El Land de Baviera no considera un oprobio el que en Munich no se estudie en bávaro. La Universidad de Edimburgo no enseña en escocés. El sardo no ha pasado a ser la lengua prioritaria de Cerdeña. Y no hay noticia de que en Francia se fuerce a la población a abandonar el francés para que aprendan bretón, catalán o vasco. En España se ha hecho, so capa de que es "lo normal".

Quien lo impone, una coalición de políticos ágrafos e intelectuales para quienes la defensa de su cultura no es otra cosa que el mantenimiento de su sueldo, arguye que "como esto es Galicia, aquí en gallego", a pesar de que cierto pudor debería hacerles recordar que ese argumento en nada difiere del "en España, habla español". El espíritu es el mismo: siempre gente que se arroga el derecho de imponer cómo uno tiene que hablar, cómo tiene que opinar, cómo tiene que ser. La diferencia está en la lengua. En el caso del español, además de la pujanza que le dan sus centenares de millones de hablantes, tenemos un vehículo cultural de 800 años, que ha sido trabajado y modelado por incontables generaciones de escritores, creadores, gramáticos, traductores. Sus palabras son fruto de un esfuerzo secular por expresar el mundo, no capricho de un comisario político-lingüístico. En ellas está inscrita la historia de Galicia como rincón atlántico, occidental, excristiano, post-romano, ibérico, cuasiportugués y español. Renunciar a ellas implica el repudio de toda esa historia, con el fin declarado de hablar una lengua que los otros no entiendan, y que es tan gallega como el esperanto.

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comentarios
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El exhabrupto imperialista de Andrés Fraile.
E. Pais Almeida

Por pura coherencia, el señor Andrés Freire tendría que cambiarse su apellido primero a la "lengua común", esto es, 'Andrés FRAILE'.

Me gustaría comentarle algunos aspectos de su exhabrupto imperialista que aquí aparece como "artículo", pero como no estoy muy seguro de que el susodicho 'autor' se digne a leerme, me lo ahorro.

Que no se preocupe el señor A. Fraile por los que hablamos el portugués de Galicia, que ya nos cuidamos nosotros solitos.?