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La Ilustración Liberal

Luces y sombras del pasado

La editorial El Acantilado lleva publicando desde hace un par de años una serie de obras de Stefan Zweig -nacido en Viena en 1881 y muerto en Petrópolis (Brasil), en 1942- cuya lectura espero que interese tanto a las nuevas generaciones de lectores como interesó y entusiasmó a las de sus mayores. Hasta ahora han aparecido desde obras tan famosas como Veinticuatro horas en la vida de una mujer hasta otras menos conocidas, como La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche), que forma parte de su serie de biografías psicológicas. Ahora le ha llegado el turno a esta excelente traducción de una obra fundamental del famoso escritor austriaco que es, además, uno de los más bellos libros de memorias de la literatura europea de entreguerras.

Zweig escribe estas páginas muy lejos de su amada patria, de donde ha tenido que huir, acosado por los nazis, dada su doble condición de judío y de intelectual. Esto quiere decir que el autor no dispone de ningún documento, que escribe de memoria, en medio de ese gran naufragio material y moral en el que se encuentra todo el mundo. Ese desgarrador extrañamiento hace que los tintes con los que presenta su infancia y su adolescencia, transcurrida en la cultísima y refinadísima Viena de principios de siglo, estén llenos de nostalgia y de amargura. A caballo entre dos épocas muy diferentes, el escritor se nos presenta como un testigo privilegiado de las grandes convulsiones del siglo XX.

A pesar del tono evidentemente pesimista (no hay que olvidar que se suicida el mismo año en que se publica el libro) la evocación de ciertos ambientes y sobre todo de esa Viena burguesa, cosmopolita y liberal, que se perderá para siempre en 1914, le exalta y le da pie para realizar magistrales retratos de algunos de sus más conspicuos contemporáneos, en particular de Rilke, Hoffmanstal, Romain Rolland y otros más marginales, a los que conoció, amó o admiró.

Entre sus muchas evocaciones hay una que tiene un especial significado en este año, en que se celebra el centenario de los premios Nobel y en que el mundo vuelve a temblar de terror por culpa de otro paranoico (me refiero a Ben Laden); es el encuentro que tuvo, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, con la anciana, Berta von Suttner quien, cuando sólo era una inquieta y adinerada joven, convenció a Alfred Nobel para que instituyera el premio Nobel de la Paz y la Comprensión Internacional como compensación por el mal que había causado con su invento de la dinamita.

Ante la inminencia de la guerra y la ineficacia de toda medida pacificadora, esa utópica mujer estaba tan desolada como sin duda lo estaría de vivir ahora.

Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Traducción de J. Fontcuberta y A. Orzeszek, Ed. El Acantilado, Barcelona, 2001, 546 páginas.

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