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La Ilustración Liberal

Hegel o el Estado totalitario

La nación no existe. Es mera abstracción. El estado, sí. Es visible, responde a una realidad comprensible, tiene poder, estructura y se comunica con los ciudadanos mediante leyes, normas y órdenes. La nación espiritual se encarna en el estado real, esa es la decisiva y definitiva contribución de Hegel al proceso intelectual puesto en marcha por Fichte y que da origen al totalitarismo. El nacionalismo sólo puede producir un estado intervencionista sin resquicio para la individualidad, con alto poder de opresión, capaz de manifestar a la nación-pueblo en la evolución histórica. El nacionalismo es totalitarismo.

Los intelectuales, los filósofos han abandonado con frecuencia la modestia intelectual y han olvidado que su función se orienta al servicio de los demás hombres. En vez de buscar la verdad, se han dedicado a oscurecerla. Hegel es su caso extremo, también su inspiración. No sólo trata de impresionar como supuesto poseedor de un saber arcano, vedado al común de los mortales, sino que abunda en manipulaciones semánticas, en los que su "libertad objetiva" se parece bastante a la comúnmente conocida como esclavitud.

La manipulación más profunda es convertir el inmovilismo en el fin de la historia. Hasta Hegel, cualquier movimiento conservador había sido platónico. Esto es, básicamente, había postulado, según el mito de la caverna y las ideas puras, la existencia de una edad de oro pretérita desde la que se había producido una degeneración. Para salir de tal decadencia era, pues, imprescindible regresar al pasado. La vis reaccionaria de tal planteamiento era demasiado evidente y su impronta nostálgica impedía la adhesión de un número resaltable de adeptos. Hegel dota a la reacción de un finalismo aristotélico: la historia es un proceso de etapas de lo imperfecto a lo perfecto, hacia un fin, de forma que la idea pura se traslada como objeto perseguible hacia el futuro. La caverna deja de ser el principio de la historia para ser su culmen. La manipulación es completa: lo reaccionario pasa a ser revolucionario, se confunden. Y mientras al conservadurismo clásico se le podían exigir explicaciones sobre los perfiles del ideal pretérito, aquí se han borrado sus huellas: la edad de oro se presenta como una conquista; toda recriminación práctica es ociosa. También existían en el conservadurismo anterior límites a la acción humana establecidos por la moral de las religiones tradicionales, y en el ámbito europeo concretamente por el cristianismo. La dialéctica de la historia, por el contrario, elimina toda moral porque somete el juicio sobre los hechos presentes a la consecución del fin necesario, determinista, de la parusía o final de los tiempos que toma corporeidad en una intensificación completa del estado absoluto, el estado total. La motivación de tal reflexión es suficientemente conocida: Hegel quiere legitimar como intelectual orgánico el estado de la monarquía absoluta prusiana y su voluntad expansionista. Mientras otros se habían enfrentado a las fuerzas emancipadoras de la ilustración en nombre de la tradición y de la alianza entre el altar y el trono -el caso de los contrarrevolucionarios Joseph de Maistre y Joseph de Bonald-, Hegel lo acomete en nombre de la síntesis histórica, de una pretendida ley superior historicista para cuyo cumplimiento la extensión del poder del estado a todos los ámbitos de la vida humana deviene en ideal. El estado es dios en la tierra. Incapaz el altar de sostener a los tronos, es hora de que el estado se erija para sí su propio altar: Leviatán quiere ser adorado.

Como profeta y sumo pontífice de la nueva religión, Hegel subvierte todo el arsenal teológico de la escolástico vaciando sus términos de contenido, haciendo una transferencia de sacralidad hacia el estado. La revelación es histórica porque "una voluntad divina rige poderosa el mundo"[1] y tiene "un fin universal", la manifestación divinal del estado. Como dijo Kierkagaard, en la sinfonía del mundo, Hegel es un organillero dispuesto a interpretarla.

Los profetas habían predicho hechos futuros, de forma velada porque, como repite la Biblia, "los caminos del Señor son inexcrutables". Hegel simplifica el esquema y se convierte en profeta del pasado, en apuntador de la historia. Esta no puede desarrollarse sin un plan interno porque Dios en otro caso sería un improvisador irracional y "se dice que este plan se halla oculto a nuestros ojos, e incluso que sería temeridad querer conocerlo"[2]. Pero no para Hegel que está en el secreto. En esta burda suplantación profesoral de Dios, Hegel ha de diluir el Dios personal del cristianismo en un panteísmo histórico, para lo que pasa a denominar lo material por espiritual. "El reino del espíritu es el creado por el hombre"[3]. Mas en sentido teológico estricto crear es sacar algo de la nada, dar origen ex nihilo, y sólo analógicamente puede hablarse de creación humana y dentro del mundo material o inmanente. Hegel es un materialista que estafa con este espiritualismo vacuo: "Dios y la naturaleza de su voluntad son una misma cosa; y esta es la que llamamos filosóficamente la Idea"[4]. Establece, pues, una identidad entre lo nacional y lo espiritual. La consecuencia inmediata es que la historia no se estudia, se piensa y de alguna forma se crea. En términos castizos, podría decirse que la historia se inventa.

No es la manifestación de la libertad humana sino que obedece a un plan que ya ni tan siquiera es divino, porque si bien Dios escribe derecho sobre renglones torcidos, Hegel está dispuesto a poner la plantilla del estado totalitario para que nada se tuerza. "El terreno del espíritu lo abarca todo; encierra todo cuanto ha interesado e interesa todavía al hombre", pero el hombre debe entenderse que desaparece como individuo para diluirse en los colectivos que por arte de magia pasan a tener alma. "El espíritu, en la historia, es un individuo de naturaleza universal, pero a la vez determinada, esto es: un pueblo en general. Y el espíritu del que hemos de ocuparnos es el espíritu del pueblo"[5]. Al margen del abuso histriónico de los galimatías, en esto Hegel es al tiempo más coherente y más reaccionario que Fichte porque percibe que la nación es una entelequia y precisa recurrir al término pueblo ajustado más claramente a la unidad, semejanza y cohesión existente en el orden tribal, tan alejado de la sociedad decimonónica en la que desarrolla su pensamiento. Hegel nos está hablando de la caverna platónica, pero para no quedar atrapado precisa hacer de prestigitador aristotélico. En este clima de espiritualizaciones frívolas y expresiones grandilocuentes el concepto pueblo ha abandonado el campo de la antropología y de la sociología para trocarse en una fuerza dinámica de indefinible naturaleza espiritual, deletereo pero activo a través del curso de la historia. "Las individualidades desaparecen para nosotros y son para nosotros las que vierten en la realidad lo que el espíritu del pueblo quiere"[6].

Esto no es más que una absoluta manipulación para introducirnos en una mentalidad colectivista y en un mesianismo histórico. "Los pueblos son existencias por sí y como tales tienen una existencia natural. Son naciones y, por tanto, su principio es un principio natural. Y como los principios son distintos, también los pueblos son naturalmente distintos. Cada uno tiene su propio principio, al cual tiende como a su fin. Alcanzado este fin, ya no tiene nada que hacer en el mundo"[7].

Frente a la concepción del hombre como un fin en sí mismo, constituyendo un todo completo, un pueblo o una especie, Hegel retorna a una concepción tribal disfrazada de categoría racional. "Este espíritu del pueblo es un espíritu determinado, un todo concreto, que debe ser conocido en su determinación. Siendo espíritu, sólo puede ser aprehendido espiritualmente, mediante el pensamiento, y nosotros somos quienes concebimos el [8]. Por tanto, el pueblo alemán o el pueblo vasco o el pueblo español no son realidades estudiables o debatibles, sino vectores delicuescentes en proceso de formación. No es preciso que existan -originarios o primigenios, como en Fichte- sino que depende de nuestra voluntad el crearlos. Empero tal voluntarismo exacerbado no deja de ser un subjetivismo fabulador, de ahí que sea preciso buscar un anclaje objetivable: "el espíritu del pueblo consiste en que este conozca su obra como algo objetivo y no meramente subjetivo"[9], porque "el mandamiento supremo, la esencia del espíritu, es conocerse a sí mismo, saberse y producirse como lo que es"[10], de forma que "el individuo halla entonces ante sí el ser del pueblo, como un mundo acabado y fijo, al que se incorpora. Ha de apropiarse este ser sustancial, de modo que este ser se convierta en su modo de sentir y en sus aptitudes, para ser él mismo algo"[11].

Para salir de este nuevo galimatías insustancial es preciso recurrir al estado. Dios tiene razón siempre y la historia universal representa el plan de la Providencia: el cristianismo puede aceptar estas aseveraciones pero remitiéndolas a un conocimiento que sólo Dios posee, porque en otro caso, por ejemplo, la existencia del mal sería inexplicable. Convertido Dios en mera excusa, incapaz de definir pueblo o nación más allá de fervorines espirituosos (en su sentido más estricto relacionado con la ingestión de bebidas alcohólicas) únicamente queda una instancia que puede ordenar el rompecabezas: el estado. Hegel podría haber empezado por ahí y hubiera perdido menos tiempo pero no hubiera conseguido reblandecer el espíritu crítico. Sin su fraseología piadosa, la aparición del estado irrestricto hubiera provocado un sensato temor y una conveniente repulsa, pero perdidos en esta pseudoteología pueden desgranarse afirmaciones totalitarias del tipo: "El estado es el objeto inmediato de la historia universal. En el Estado alcanza la libertad su objetividad y vive en el goce de esa objetividad"[12]. El espíritu del pueblo ya no es delicuescente magma sino que toma forma en el estado existente que no es, además, el conjunto de instituciones jurídicas y políticas; o mejor aún, es ese conjunto pero también es la sociedad en sí sin dejar espacios perdidos en su mirada para la autonomía.

Hegel empieza a dictar los dogmas de la nueva religión: creo en el estado, el único que tiene existencia por sí, omnisciente y omnipotente, señor de la historia, a quien todo le debo y sin el que no soy nada. "El contenido del Estado existe en sí y por sí; es el espíritu del pueblo. El Estado real está animado por ese espíritu". Todo existe por y para el Estado, todo es contingente menos él. "El Estado, las leyes y las instituciones son suyas; suyos son los derechos, la propiedad exterior sobre la naturaleza, el suelo, las montañas, el aire y las aguas, esto es, la comarca, la patria. La historia de ese Estado, sus hechos y los hechos de sus antepasados son suyos, viven en su memoria, han producido lo que actualmente existe, le pertenecen"[13].

La huida hacia delante del inmovilismo estatal encuentra su salida en la expansión, de forma que no sólo domina sobre los cuerpos sino también sobre el pensamiento, porque el estado es divinidad. "Los principios del Estado deben considerarse, según se ha dicho, como válidos en sí y por sí; y sólo lo son cuando son conocidos como determinaciones de la naturaleza divina misma"[14]. El estado es el principio de la moralidad lo que le concede un absoluto campo para la discrecionalidad y el autoritarismo: "El Estado no existe para los fines de los ciudadanos. Podría decirse que el Estado es el fin y los ciudadanos son instrumentos (...) La esencia del Estadio es la vida moral"[15]. No hay lugar para el pluralismo ni para la existencia individual porque ni tan siquiera se admiten fines personales que serían censurable subjetivismo. "El valor de los individuos descansa en que sean conformes al espíritu del pueblo, en que sean representantes de ese espíritu, pertenezcan a una clase, en los negocios del conjunto"[16].

Incluso aquellos aspectos más íntimos y propios del despliegue de la creatividad personal quedan sometidos a las directrices estatales. "El Estado es el centro de los restantes aspectos concretos: derecho, arte, costumbres, comodidades de la vida. En el Estado la libertad se hace objetiva y se realiza positivamente (...) El derecho, la moralidad y el Estado son la única positiva realidad y satisfacción de la libertad (...) Sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional"[17].

La educación es el vehículo fundamental de la estatalización de las mentes y de homogeneización de las personas, de forma que los centros escolares semejan campos de internamiento. "Toda educación se endereza a que el individuo no siga siendo algo subjetivo, sino que se haga objetivo en el Estado (...) El hombre debe cuanto es al Estado. Solo en este tiene su esencia. Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado"[18].

Para culminar esta expropiación de la existencia mediante la cual el individuo dejará de tener vida propia, el único dique que resta por romper es la religión, último reducto de intimidad personal con el Creador, Mas dado que lo espiritual se ha reducido a sinónimo de humano, la religión no puede ser otra cosa que un atributo más del poder estatal. Hegel concibe aquí a la Iglesia católica como el adversario puesto que niega el acatamiento sin restricciones al estado y reivindica una transcendencia que escapa a todo control terrenal. Por el contrario, procede a manipular en beneficio de sus tesis el sentido de la reforma luterana que cuanto menos reclamaba la libre interpretación de las escrituras. Para Hegel, el avance luterano es haber despejado el terreno para que el estado suplante a la Iglesia (kulturkampf) y es al estado a quien corresponde cualquier interpretación: "El Estado tiene con la religión un mismo principio común. Esta no sobreviene desde fuera, para regular el edificio del Estado, la conducta de los individuos, su relación con el Estado, sino que es la primera interioridad que en él se define y realiza"[19].

La opresión que el Estado ejerce en su interior, que en una manipulación semántica completa Hegel presenta como la culminación de la libertad objetiva, se traduce hacia el exterior en una reivindicación de la guerra como despliegue moral del estado fuerte que ya no obedece más que a los principios que quiera darse, sin otro criterio de valoración ético que el éxito de la empresa bélica. Es la historia el juicio último y único.

La doctrina historicista de que el devenir humano tiene un fin y ese puede ser conocido con antelación al poder determinarse las leyes históricas internas pertenece al mundo de la fabulación y carece de base racional alguna. No tiene más fundamento que las predicciones del aprendiz de brujo. No tenemos capacidad alguna, por ejemplo, para determinar qué nuevos avances del pensamiento producirán nuevos adelantos técnicos y en qué forma ellos variarán nuestras formas de vida. El historicismo es más bien un intento inductivo de promover el devenir humano en alguna línea predeterminada. Su gravedad estriba en su fuerte contenido totalitario porque establece la posibilidad de que algún tirano o alguna minoría dirigente sea capaz de conocer y desentrañar las leyes históricas y permite suponer la conveniencia de apartar los obstáculos institucionales o físicos que impiden o retrasan el cumplimiento de tales leyes, con el agravante de que la moralidad de los hechos queda supeditada a la consecución de un fin proyectado hacia el futuro. No es otra cosa que el soporte de una inquisición absoluta que quiere cerrar el círculo y penetrar en las mentes, de grandes dimensiones y alto poder coercitivo, con patente de corso para actuar sobre todos y en cualquier faceta de la vida hasta en la intimidad.

Es una invitación, mediante la reivindicación de una ley superior, estrictamente arbitraria y en buena medida ignota, al genocidio y la limpieza ideológica en el sentido más violento. Porque si bien el estado, como suma manipulación fabuladora, "es una totalidad individual"[20], la administración de su poder pertenece a una vanguardia o a una casta pues "lo que constituye el Estado es el conocimiento culto; no el pueblo"[21]. Son conocidos los devastadores efectos perversos que en la práctica ha tenido tal doctrina con sus experimentos nacional-socialistas y la variante comunista de la denominada izquierda hegeliana.



[1] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones de Filosofía de la Historia, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 65
[2] Op. cit., p. 50
[3] Op. cit., p. 60
[4] Op. cit., p. 60
[5] Op. cit., p. 65
[6] Op. cit., p. 66
[7] Op. cit., p. 69
[8] Op. cit., p. 69
[9] Op. cit., p. 69
[10] Op. cit., p. 76
[11] Op. cit., p. 71
[12] Op. cit., p. 104
[13] Op. cit., p. 108
[14] Op. cit., p. 113
[15] Op. cit., p. 101
[16] Op. cit., p. 89
[17] Op. cit., p. 101
[18] Op. cit., p. 101
[19] Op. cit., p. 113
[20] Op. cit., p. 122
[21] Op. cit., p. 122

Número 13-14

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